Papeles del Psicólogo es una revista científico-profesional, cuyo objetivo es publicar revisiones, meta-análisis, soluciones, descubrimientos, guías, experiencias y métodos de utilidad para abordar problemas y cuestiones que surgen en la práctica profesional de cualquier área de la Psicología. Se ofrece también como foro para contrastar opiniones y fomentar el debate sobre enfoques o cuestiones que suscitan controversia.
Papeles del Psicólogo, 1990. Vol. (44-45).
MANUEL GONZÁLEZ DE CHAVES
El futuro de los programas comienza obligándose a delimitar el concepto de programa que utilizaremos en el futuro. Después de más de treinta años de utilización del término «programa» en el campo de la salud mental, podemos perfectamente afirmar que no hay trastorno, actividad, instrumento terapéutico, institución o estructura asistencial o gerencial donde no se haya hablado, propuesto o realizado algún programa. Hubo incluso la intención de organizar un programa mundial de higiene mental, en las primeras reuniones del Comité de Expertos de la OMS(1).
En líneas muy generales, en estas últimas décadas, el interés en proponer y desarrollar programas de salud mental ha constituido un variado abanico de iniciativas y posibilidades, que ha abarcado desde las actividades preventivas a las más generales de organización de la asistencia psiquiátrica, a la creación de servicios o centros y el desmantelamiento de otros como los hospitales psiquiátricos, o la formación del personal y la adaptación de algunas profesiones a sus nuevos roles, en el proceso de transformación de la psiquiatría asilar a la nueva realidad comunitaria. Ha englobado tanto a aquellos programas que tenían por objeto una institución y su funcionamiento (por ejemplo, las casas a medio camino o las comunidades terapéuticas), como los que se ocupaban de una técnica concreta (terapias de conducta, economía de fichas, etc.).
El término se ha utilizado también agrupando actividades terapéuticas o prestaciones a pacientes, a veces sin otros criterios que los derivados de la ubicación espacio temporal de los sujetos en el momento de recibir dicha asistencia (por ejemplo, domiciliaria, ambulatorio, en centros de día, residencias, pisos protegidos u otras alternativas a la hospitalización, o en servicios de urgencias, centros de crisis, unidades de desintoxicación, etc.).
Obviamente toda clase de programas de docencia e investigación, y una serie de programas interinstitucionales orientados a una mejor utilización de los dispositivos de salud mental y a las diversas estrategias de detección y prevención que se desarrollan, por ejemplo, en el inundo educativo y laboral, se coordinan con los servicios sociales y se realizan dentro de las estructuras sanitarias, como ocurre con la psiquiatría de enlace o en los dedicados a la asistencia primaria.
Junto a estos programas, cuyos objetos y objetivos están centrados en las instituciones y sus profesionales y en las actividades y técnicas que emplean en la investigación, la docencia o en las prestaciones asistenciales, hay sobre todo una amplia gama de programas de salud mental centrados en pacientes o clientes, es decir, personas, familias, grupos o poblaciones con enfermedades, conductas, conflictos, problemas, situaciones de riesgo o necesidades que se vienen atendiendo dentro del área de la salud mental.
En la actualidad, los programas localizados en los pacientes pueden ser preventores, terapéuticos o rehabilitadores, siguiendo esta conocida triada de la atención a los problemas de salud. Lo característico es que se dirigen siempre a un conjunto de personas agrupadas con cierta homogeneidad, bien por factores de stress, (el caso de los programas preventivos en niños hospitalizados o en hijos de padres psicóticos, o en personas viudas, separadas o divorciadas), ya sea por conductas similares (intentos de suicidio, abuso y dependencia del alcohol u otros productos tóxicos, etc.), por padecer los mismos trastornos mentales (ej. depresiones, psicosis esquizofrénicas), o problemas en cierto modo derivados de un largo padecimiento de los mismos (cuyo ejemplo más conocido son los programas para enfermos crónicos.
Con el avance de la asistencia y el desarrollo de los programas las poblaciones a las que éstos se dedican van subdividiéndose o díferenciándose internamente en grupos aún más reducidos y homogéneos para los que se establecen subprogramas o programas propios. Así, por ejemplo, ocurre con los llamados «crónicos de alto riesgo», un grupo muy reducido de pacientes que justifican programas específicos(2) (3). Son pacientes esquizofrénicos con malas condiciones sociales y familiares, gran reincidencia de internamientos, que no siguen ningún tratamiento ambulatorio, abusan del alcohol y otros productos tóxicos, tienen frecuentes incidentes en lugares públicos, o con la familia y la vecindad, con una agresividad y violencia que les lleva a continuos problemas con la justicia. Sólo una atención específica puede producir alguna ayuda y control a estos pacientes, que provocan gran hostilidad y alimentan además todos los tópicos tradicionales sobre la peligrosidad de las enfermedades mentales, con noticias en los medios de comunicación que crean actitudes de rechazo hacia los procesos de reforma psiquiátrica y hacia los servicios comunitarios de salud mental, que generalmente también los rehuyen.
En el polo opuesto de este proceso que introduce programas específicos para grupos cada vez menores, se encuentran aquellas estructuras asistenciales sin programa y con escasez de recursos humanos e institucionales, que pueden justificar propuestas para poblaciones muy amplias y heterogéneas. Esto ha sucedido, por ejemplo, en España, donde una Comisión Ministerial para la Reforma Psiquiátrica consideró prioritario, hace varios años, instaurar programas de salud mental infanto-juvenil y para la vejez, lo que, como otras recomendaciones de la citada Comisión, aún no se ha llevado a cabo(4). Programas para poblaciones tan amplias no pueden ser inicialmente más que programas de organización de instituciones y formación de profesionales. Pertenecen al nivel más elemental de la asistencia psiquiátrica, al de la creación de unos mínimos dispositivos equidistribuidos en el territorio y ahora inexistentes.
Un concepto restringido de «programa»
En este panorama de utilizaciones dispersas, inadecuadas e imprecisas del término, con sujetos y objetos muy variados y propósitos muy distintos, hay que resaltar además el abuso que actualmente se hace de este vocablo con acepciones generalizadas o designaciones deliberadamente pretenciosas y falaces de programas cuya existencia es sólo aparente, bien porque no tienen más realidad que los textos burocráticos o administrativos que los contienen, sea porque las realidades a las que remiten, aunque rebautizadas ahora, no son sino las mismas viejas y habituales formas de asistencia.
Si creemos que la noción de programa puede sernos útil porque refleja mejor algunas formas nuevas, elaboradas y planificadas de atención en salud mental, debemos rechazar esos abusos intencionados y evitar todo uso indebido del término que sea producto de la inercia y de la pereza conceptual, en la que cae hasta algún relevante estudioso de la moderna asistencia psiquiátrica, como RAYMOND GLASSSCOTE, que llega expresamente a definir «programa» como sinónimo de servicios, facilidades, intervenciones «y virtualmente cualquier cosa que se intente, proporcione o haga» por los pacientes (5).
«Programa» no puede ser un sinónimo universal, como no lo pueden ser tampoco ningunas otras nociones, categorías o conceptos empleados en el intercambio de conocimientos y experiencias que sirven de base a todo progreso científico y asistencial.
Una idea muy laxa de programa -por ejemplo, como conjunto de acciones que persiguen una finalidad- es completamente inservible, porque un grado de inconcreción semejante convierte en programas casi todas las actividades humanas. Una definición más exigente -«conjunto de acciones sanitarias, dirigidas a cumplir un objetivo bien diferenciado, y que en su diseño, ejecución y evaluación puede implicar a profesionales dependientes de instituciones diversas» (4)- sigue siendo aún una noción muy general, con la que también resultarían programas la mayoría de las tareas realizadas desde, por, para y entre instituciones de salud, como la facturación de cualquier mutua sanitaria, el trabajo de un equipo de urgencias o el mismo traslado de pacientes en ambulancias.
La definición de programa está obligada a enunciar explícitamente cuales son los objetos o sujetos del mismo, y el uso actual hace referencia tanto a personas con necesidades específicas como a instituciones, prestaciones, coordinaciones y actividades, técnicas y terapias de toda índole, con una indeterminación de limites que sólo puede producir equívocos.
Si queremos una comunicación científica y asistencial precisa, debemos imponernos algunos criterios restrictivos en el concepto de programa, empezando, quizá, en primer lugar, a utilizarlo exclusivamente para definir a aquellas personas localizados en poblaciones o personas. Un principio conceptual que hace ya un cuarto de siglo defendió con lucidez GERALD CAPLAN (6), para quien todo programa debería centrarse en los pacientes y sus necesidades, combinando para ello las posibilidades múltiples de la oferta asistencias, y no a la inversa, como ocurre en los programas centrados en dispositivos o técnicas, donde priman éstas y los profesionales, acabando los pacientes subordinados a los intereses institucionales y siendo aceptados o rechazados según se adapten a ellos.
Un concepto restringido de programa asistencial debería también referirse exclusivamente a las formas de prestación múltiple de servicios, diseñadas y organizadas con objetivos operativos para satisfacer necesidades concretas de los sujetos del programa.
En salud mental comunitaria, un programa sería un conjunto coordinado y secuenciado de actividades técnicas y servicios comunitarios, ofrecido con objetivos precisos y evaluables para la atención de poblaciones, grupos o personas, con trastornos o problemas específicos de salud mental.
Los diez componentes básicos de los programas
En mi opinión, hay una serie de elementos imprescindibles que deben estar explícitas en todos los programas, porque son los que garantizan su realización y existencia, los que los hacen viables. Son sus componentes básicos.
Estos componentes básicos son los diez que a continuación voy a enumerar:
1. La justificación del programa, donde se exponen las razones que lo crean y la estimación de las demandas y prioridades que selecciona, los valores y conocimientos en los que se fundamenta, el análisis de la situación de la que parte, con sus consecuencias, costes y recursos utilizados, y la experiencia adquirida que permite introducir el programa que se propone, con las ventajas que de él se derivan.
2. La población específica a la que va dirigido el programa, delimitada por las características de sus problemas, trastornos o riesgos, y todas aquellas variables que concretar las necesidades que el programa atiende, y quienes son los afectados por el mismo en el área administrativo y demográfica correspondiente.
3. Los objetivos que pretende el programa, que nunca pueden ser generales, ambiguos o imprecisos y menos aún componer un ramillete de buenas intenciones.
Serán objetivos operativos, prácticos, realistas, viables y evaluables, y por tanto, ajustados a los recursos y actividades del programa a la duración del mismo y al número de personas que considera.
4. Un núcleo o estructura organizativa del programa, con técnicos motivados, expertos y muy próximos a la realidad, que recojan datos, analicen opciones, ensayen pre-programas o programas piloto, y luego definan y justifiquen el programa antes de su iniciación.
Este núcleo organizativo debe tener la preparación, el prestigio y la credibilidad suficientes para promover la participación y el consenso en las instancias implicadas, obtener el apoyo y la financiación de la comunidad o la administración, y elaborar con ellas y los equipos asistenciales el diseño del programa, la ubicación y organización de los recursos y la formación para las actividades previstas.
Tienen a su cargo toda la gestión del programa, las estrategias de implantación y desarrollo, los protocolos e indicadores de su funcionamiento, los sistemas de información las formas de aplicación y los procedimientos de evaluación y posterior modificación.
Esta gestión no se improvisa con motivación y experiencia clínica en el área del programa. Exige además algunos otros aprendizajes y entrenamientos en lo que podría llamarse la práctica y la «teoría articulado de la acción de programar» (7).
5. Todos los programas precisan también de unos recursos institucionales y profesionales, con una creación, ampliación o cualificación especifica para la atención incluida en el programa, que debe formar parte del trabajo habitual regular de los equipos e instituciones y contribuir a su evolución y progreso.
6. Otro componente básico de los programas son las actividades que efectúan para lograr los objetivos propuestos, que serán preventivas, terapéuticas o rehabilitadoras que según sus fines, generalmente intensivas y secuenciadas en el tiempo que dure el programa, desde la entrada a la salida del mismo, que son actividades planificadas, frecuentemente múltiples y complejas, y deben coordinarse para que se apoyen mutuamente en la atención integrada, flexible e individualizada que se presta a cada cual según sus características y las de su entorno de relaciones interpersonales o de condiciones de vida.
7. Un elemento imprescindible es el apoyo comunitario que el programa recibe, desde el político-administrativo, de fundaciones u otras entidades, al de los profesionales, el expresado en los medios de comunicación, o el de los usuarios y sus allegados.
8. La financiación del programa es una expresión de su apoyo comunitario que debe considerarse aparte por la importancia que tiene más allá de la obligada ecuación de costes y resultados.
Las formas de financiación, su cuantía, estabilidad y particularidades, introducen líneas de fuerza con efectos determinantes en cada uno de los elementos del programa y con su ejecución y cumplimiento (8-10).
9. Otro elemento clave lo constituyen los sistemas de información que se establecen, tanto internos (recogida de datos, análisis y comunicaciones en la preparación, realización y evaluación), como externos (de educación sanitaria, conocimiento y difusión social del programa a los interesados, a las agencias y servicios que afecta, y a todas aquellas instancias o instituciones significativas en el origen y desarrollo del mismo).
10. El último componente básico es el procedimiento de evaluación del programa, que debe estar previsto en su diseño e incorporado a su funcionamiento.
Aún considerando las dificultades metodológicas inherentes a la evaluación en los servicios de salud mental (11-13), evaluar un programa es ir más allá del análisis del cumplimiento de sus objetivos y supone tener en cuenta también cada elemento del mismo en sus propias coordenadas y en su influencia en el conjunto.
La evaluación global de un programa debe contener valoraciones parciales de sus múltiples facetas, desde la delimitación y estimación de las demandas a la suficiencia y coordinación de recursos o la pertinencia de las actividades, la participación y cualificación del personal, la influencia de la financiación, los canales de información, e incluso el análisis del mismo equipo gestor.
Junto a esta evaluación que podríamos llamar científica de los programas, de su rigor y calidad y de los beneficios que proporciona, hay otro tipo de valoraciones, habitualmente no explicitadas, que no deben ignorarse porque suelen ser decisivas en la creación y continuidad de los programas. Se trata de las evaluaciones político-administrativas, que tienen otros códigos e intereses que quizá expliquen mejor el panorama actual de los programas de salud mental en los servicios comunitarios.
Desarrollo escaso y desigual de los programas de salud mental comunitaria
Si tenemos en cuenta estos diez componentes básicos de los programas para que merezcan tal nombre, en una concepción restringida de los mismos, el panorama de los programas de salud mental, despejado de las innumerables virutas del abuso y mal uso del término, muestra en la actualidad un desarrollo escaso y desigual, incluso en países con servicios psiquiátricos comunitarios avanzados.
Sólo los programas dedicados al alcholismo y otras toxicomanías tienen una historia de varias décadas en un número importante de naciones (14-19).
Con distancia, y una historia más corta y menos extendida, los procesos de desinstitucionalización y prevención de la institucionalización están creando en los últimos años programas comunitarios para pacientes crónicos o ancianos (20-27).
Y en tercer lugar, en extensión y experiencia, están todos los demás programas preventivos, terapéuticos o rehabilitadores, dedicados a otras poblaciones específicas, realizados habitualmente en pocos países y casi siempre por equipos locales; aunque no por ello con menos valor, eficacia o mérito.
EE.UU. es indudablemente la nación con mayor número de programas y más larga evolución en este aspecto. Fue allí donde, en los años sesenta, se introdujo la metodología de los programas en los servicios humanos, con un conjunto de iniciativas políticas, legales y presupuestarias encaminadas a financiar con fondos federales una serie de reformas sociales, entre los cuales estuvo la creación de los centros de salud mental comunitarios (28-31).
En comparación con los EE.UU., la metodología de los programas se ha extendido mi poco en los servicios de salud mental comunitarios de otros países, inclusive los europeos (32), aunque hay en este continente algunos programas destacados, como el de tratamiento y rehabilitación de pacientes esquizofrénicos en Finlandia, que resulta un admirable ejemplo (33, 34).
¿Qué factores influyen en este escaso y desigual desarrollo de los programas? ¿Cuáles en la más frecuente y existencia y extensión de algunos? ¿Por qué están reducidos a casos aislados muchos otros?
Desde luego, el mayor desarrollo de los programas dedicados a las toxicomanías, el alcoholismo o a los pacientes crónicos, no es producto del azar, ni del conocimiento científico sobre estos enfermos, ni del excepcional resultado de los procedimientos terapéuticos que se aplican en ellos. En el origen y desarrollo de los programas no son determinantes los avances científicos alcanzados, ni las ventajas terapéuticas, asistenciales o económicas demostradas con estudios realizados al efecto, Tampoco lo son las demandas o problemas epidemiológicamente predominantes, porque sí lo fuesen la curva de crecimiento desigual de los programas sería diferente.
Los conocimientos etiológicos, terapéuticos o epidemiológicos pueden dar lugar a pequeños programas experimentales y singulares, no integrados en la asistencia regular, y pueden justificar programas, pero en pocas ocasiones los crean, y suele ser por iniciativa de equipos especialmente interesados en áreas especificas. Estos programas tienen la solidez de las propias motivaciones y la madurez de una implantación y evolución adquirida gradualmente con la reflexión y la experiencia. Son programas escasos de financiación y apoyo, de difusión lenta, pero técnicamente muy cualificados, por los profesionales implicados en el afán de conocimiento, eficacia y creatividad, que ahuyenta todo peligro de rutina.
Lo que si resulta determinante en el origen y desarrollo de los programas son las decisiones político-administrativas que los apoyan y promueven, La distribución desigual de los mismos refleja las respuestas político-técnicas habituales ante demandas de gran sensibilidad social por sus riesgos, repercusiones y visibilidad. Así ha sido con las toxicomanías y el alcoholismo, y en un grado menor con los enfermos crónicos y ancianos, en cuyos programas interviene además el deseo de prevenir y eliminar la institucionalización y favorecer otra dirección en la creación y utilización de recursos.
Los programas de iniciativa administrativa y política tendrán toda la viabilidad que les permita su financiación, los recursos que deben cualificar y la capacidad de sus gestores. Mientras menos técnicos son éstos y más vorazmente buscan la rentabilidad política en los programas, más distorsión introducen en todos sus elementos, con justificaciones y objetivos generales, carentes de operatividad y realismo, demandas muy trucadas y filtradas, actividades convertidas en puras ceremonias y equipos asistenciales distanciados y sin participación, ni compromiso; con sistemas de información opacos o casi publicitarios, y evaluaciones poco veraces que o son meras estadísticas, o son fundamentalmente políticas.
Los programas arrastrados estrechamente a intereses políticos inmediatos acaban siendo socialmente falsos, técnicamente incoherentes, científicamente inservibles y asistencialmente ineficaces. *
El futuro de los programas
Los programas de la administración sólo tienen futuro cuando se liberan de las ataduras miopes de la política coyuntural, y logran cualificar y motivar a los profesionales, perfeccionar las técnicas y la gestión, y corregir con realismo y criterios asistenciales sus objetivos, ganando con el reconocimiento social de su eficacia, su progresiva independencia.
Los programas promovidos desde arriba consiguen su mayor incidencia mediante una doble trayectoria que les orienta a poblaciones cada vez más reducidas. Por un lado, mediante la diferenciación interna de los afectados en subgrupos más homogéneos que hagan posibles subprogramas o nuevos programas con similares combinaciones de actividades y dispositivos. Por otra parte, la descentralización de los programas en sus ámbitos de aplicación, con las modificaciones pertinentes para cada localidad y más participación de sus comunidades, profesionales y usuarios.
Esta doble trayectoria, e idénticas exigencias derivadas del mayor rigor metodológico, van aproximando las características de los programas político-administrativos a las de aquellos otros emprendidos por equipos locales, lo que permite un mejor entendimiento y comunicación entre administraciones y equipos asistenciales, y quizá un apoyo mutuo y un estímulo recíproco que beneficiará, sin duda, a la creación, ejecución y generalización de los programas, en la que juegan un importante papel algunos organismos mediadores -como la OMS, el MIMH americano o el equivalente en otros países, etc.- que faciliten informaciones, susciten debates, financien programas experimentales, alleguen recursos, establezcan pautas y prioridades, coordinen experiencias y estudien obstáculos, incumplimientos y posibles resultados.
Sería muy deseable que una multiciplidad de iniciativas locales se tradujesen en un mayor y más equilibrado desarrollo de los programas de salud mental en el futuro. Pero un crecimiento parejo y global de los programas está condicionado por el nivel general de organización de los servicios comunitarios.
Los contextos adicionales y los programas tiene gran interdepedencia. Por debajo de unos mínimos son imposibles, porque los programas no pueden suplir la ausencia de recursos. A partir de cierto nivel, la programación permite crearlos y cualificarlos en áreas concretas, e incidir en una mejor planificación y organización del conjunto, que allana el camino a nuevas posibilidades.
La atención programada significa indudablemente un paso avanzado en la historia de la asistencia psiquiátrica, porque supera todos los reduccionismos en la visión de los pacientes, y hace una oferta múltiple y coordinada a esa complejidad, que es netamente superior a las respuestas habituales, isomórficas, y significadoras.
Cuando en los años sesenta se introdujo la metodología de los programas en salud mental, el desarrollo de los servicios comunitarios era casi inexistente. La acción de programar ha obedecido principalmente hasta ahora, a la decisión de crear recursos para necesidades insuficientemente atendidas en su marginalidad: las toxicomanías, el alcoholismo, la vejez o la cronicidad.
Hoy, con mejores condiciones generales de organización asistencial, parece posible ampliar los programas a otras deficiencias y a algunos nuevos problemas. Pero el reto más importante de las próximas décadas será extender la atención programada desde la periferia a las zonas más centrales del área de la salud mental, donde están las demandas más frecuentes y las más tradicionales, como las depresiones, las diversas neurosis y todas las psicosis.