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PSYCHOLOGIST PAPERS
  • Director: Serafín Lemos Giráldez
  • Dissemination: January 2024
  • Frequency: January - May - September
  • ISSN: 0214 - 7823
  • ISSN Electronic: 1886-1415
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Papeles del Psicólogo, 2000. Vol. (75).




IDENTIDADES Y CUERPO: EL EFECTO DE LAS NORMAS GENÉRICAS

Rosa Pastor Carballo y Amparo Bonilla Campos

Universitat de València

El cuerpo y la imagen corporal forman parte integrante del desarrollo psicológico desde el mismo momento en que se configura la identidad personal y social de los sujetos, en un proceso de diferenciación de la persona como un individuo separado, que sintetiza y unifica la diversidad de sus experiencias en el mundo. La identidad -que facilita una experiencia reflexiva de la propia subjetividad- permite al sujeto tomar conciencia de sí mismo, de su lugar en el mundo y en relación a los demás. La interacción con los otros otorga a esa experiencia contenidos simbólicos y significativos, a través de los cuales es vivido el propio cuerpo. Este trabajo plantea que los valores y significados que la cultura transmite a través de las normas de género inciden en la vivencia del cuerpo sexuado y dificulta -principalmente en las mujeres- la constitución de una identidad personal autónoma. En determinadas circunstancias evolutivas, sociales, profesionales..., la presión de las normas genéricas -éticas y estéticas- puede tener efectos perniciosos en los procesos de formación de la identidad, produciendo alteraciones de la imagen corporal, como las que se manifiestan en los trastornos alimentarios.

Body and body image are integrated as part of the psychological development from the same moment the personal and social identity is constituted. The own identity synthesizes and unifyes the diversity of experiences of the person in the world, within the process of his/her differentiation as a separate individual. The identity -which provides an experience of the own subjetivity- allows the subject to take consciousness of his/herself, of his/her place in the world, and in relation to others. The interaction with other people gives symbolic and significant contents to self and body experience. In this paper we state that values and meanings from the culture, transmitted through gender norms, have an influence on the body experience, and they hinder the constitution of an autonomous identity -mostly to women-. In certain developmental, social and/or professional circumstances, the pressure of gender norms -both ethics and aesthetics- may have pernicious effects on the processes of identity formation, thus disturbing body image construction, as it becomes apparent in eating disorders.

Formación de las identidades

La formación de la identidad gira en torno al ser y la existencia de cada persona como individuo, como un ser separado, singular e indivisible, como una totalidad diferenciada y unitaria. Las tesis de autores como Allport, James y Rogers, al igual que las concepciones evolutivas clásicas, han defendido la unicidad del sí mismo, el sentido de unidad y de continuidad de la experiencia, en su consideración de lo que significa ser y desarrollarse como persona, como un individuo humano, experiencia en la que juega un importante papel la identidad. Podemos entender la identidad como la parte del concepto de uno mismo que facilita a la persona un aspecto unificado de su yo personal y social, una imagen en la que ese yo se afirma, puesto que la identidad permite al sujeto tomar conciencia de sí mismo, de su lugar en el mundo y en relación a los demás (McAdams, 1995). Es la reflexividad, i.e. el proceso por el cual una persona es capaz de tratarse a sí misma como objeto, lo que da fundamento al self, y también lo que, de acuerdo con el interaccionismo simbólico, permite la génesis de lo que llamamos mente, al crear un mundo de símbolos y significados que son distintivamente humanos.

La temporalidad preside la existencia del ser humano, quien al percibir su propia historia, la convierte en biografía y, aunque sea sólo una fantasía del pensamiento, anhela ir más allá de los límites que le impone la naturaleza. Como ha apuntado Badillo (1998a, p.3), "cada individuo va construyendo su biografía, a lo largo del ciclo vital. Conforme va discurriendo su secuencia biográfica, ya no es ‘lo mismo’, pero sigue siendo ‘él mismo’. Esta identidad que permanece, vertebra su ciclo vital". En ese sentido, los procesos identitarios son nucleares en el desarrollo humano a lo largo de toda la vida. Y la presencia del otro va a ser fundamental en ese proceso.

En uno de sus últimos textos, Fernando Sabater afirmaba que la mirada del otro "nos saca de nuestra insignificancia natural para hacernos humanamente significativos". El otro, la mirada del otro, confirma en su existencia a la persona, al tiempo que da a su experiencia en el mundo contenidos simbólicos y significativos, permitiéndole llegar a ser ella misma. En definitiva, la formación de la identidad comporta la existencia de un sistema de codificación que autorreferencia al sujeto y le permite sintetizar las diversas experiencias por las que establece diferencias entre su propio yo y los otros individuales. En otras palabras, "como conjunto de significaciones y de referencias simbólicas sobre el ser del existente, la identidad es síntesis de la historicidad del sujeto y, como tal, es una experiencia de la subjetividad. La subjetividad tiene por territorio el cuerpo vivido, y es producto de la conformación del sujeto como diversidad y síntesis bio-psico-socio-cultural. Así, la subjetividad se aloja en y es a la vez cuerpo histórico, significado social y culturalmente" (Lagarde, 1998, p.15).

Para ello, la construcción de la subjetividad se apoya en procesos de categorización, los cuales introducen a la persona en las relaciones intersubjetivas, y le sitúan en referencia a un grupo de pertenencia, lo cual lleva consigo el sistema de valencias diferenciales que regula socialmente las relaciones entre los grupos. En el caso de las categorías asociadas al género, el tipo de relaciones que determinan -entre personas de distinto sexo, y/o entre las realidades y condiciones asignadas por el criterio del dimorfismo sexual- son de naturaleza asimétrica (Héritier, 1996; Lorenzi-Cioldi, 1994).

Las teorías psicológicas clásicas sobre la formación de la identidad de género -teorías psicoanalítica, sociocognitiva y del aprendizaje social- inciden en mecanismos que facilitan la adquisición de papeles sociales, básicamente a partir de una internalización de la cultura parental en forma de norma social, en torno a la cual se articula el desarrollo infantil. Desde planteamientos cognitivos recientes, se han estudiado los efectos que produce la tipificación social del género, al facilitar la formación de esquemas cognitivos que guían la percepción e interpretación de la experiencia y la realidad en que vive una persona (Bem, 1993; Spence, 1993). La génesis de los esquemas se apoya en una importante dimensión sociocultural que refuerza la formación de la identidad de género con criterios de deseabilidad social, los cuales influyen en el procesamiento de información relevante para el self de forma parecida a como lo hacen los esquemas (Keenan y Baillet, 1980; Sánchez, 1998). De hecho, desde el punto de vista cognitivista, el sujeto no desarrolla, de entrada, un único sí mismo, sino toda una pluralidad de selves, vinculados a dominios específicos, y que se unen en un proceso de formación de la identidad que atraviesa continuas redefiniciones y reajustes normativos a lo largo de la vida (Fernández, 1998; Markus, Crane, Bernstein y Siladi, 1982).

La identidad personal y social sufre transformaciones asociadas a las circunstancias vitales que producen experiencias subjetivas diferenciadas, así como a las concepciones que el sujeto y su contexto tienen del mundo (Deaux, Reid, Mizrahi y Ethier, 1995; Frable, 1997; Sampson, 1993). La propia realidad y las experiencias derivadas de ella influyen en las transformaciones que se producen en la identidad a lo largo del ciclo vital; a menudo, a través de acontecimientos biológicos, sociales y profesionales que producen transiciones en la vida humana y ordenan el devenir de los sujetos. Los teóricos de la cognición social sostienen que la formación de las identidades debe ser analizada históricamente, poniéndola en relación con la particular conceptualización y organización de las interacciones en que se inserta, además de las categorías sociales que íntimamente se vinculan con ellas. De este modo, la identidad del yo debe entenderse como expresión de dinámicas internas y externas al sujeto, y toda explicación sobre los procesos identitarios debe articular sus componentes singulares y colectivos (Amancio, 1997; Lorenzi-Cioldi, 1988).

La identidad del yo es un producto que se gesta en el proceso de socialización -en el cual el cuerpo es un elemento básico- para dar consistencia y continuidad a las experiencias, en un primer momento, a partir de generalidades simbólicas que extrae el sujeto del sistema social en que vive, y posteriormente, a través de un proceso de progresiva diferenciación e individuación que le permite establecer una creciente independencia frente a los sistemas sociales a la hora de legitimar e integrar sus actos en una biografía coherente (Benhabib, 1995; Woodward, 1997).

En la infancia, en un mundo dominado por la fuerza de la afectividad, irrumpe lo intersubjetivo en un proceso que facilita y acota la formación de la identidad, dado que la presencia del otro supone para el sujeto en ciernes reconocer unos límites a las aspiraciones de satisfacción de su necesidad y su deseo, y ello mismo es lo que le da una cierta cohesión. Para el psicoanálisis como para el cognitivismo social, la separación existencial entre el yo y el mundo inaugura ese proceso a partir de una unificación y articulación de la imagen corporal, en tanto entera y separada, que proporciona al sujeto una primera identidad; una identidad vinculada al cuidado y la satisfacción de las funciones biológicas que, debido a la dependencia e indefensión iniciales de la persona, centran las actividades de la socialización primaria (Badillo, 1998b).

Para estas teorías, la representación de la diferencia sexual juega un papel esencial en la diferenciación entre el yo y la alteridad. La temprana instauración de la categorización sexual en la formación de la identidad y la subjetividad sugiere que aquélla funciona como un principio organizador universal del psiquismo, incidiendo en el desarrollo cognitivo, psicosocial y de la personalidad a través de la dialéctica de los procesos identitarios, a lo largo de periodos de estabilidad y desajuste que estimulan y orientan el desarrollo humano. Por ejemplo, según Freud, la condición sexuada de los seres humanos, la constatación de la diferencia sexual y los procesos identificatorios que realizan niños y niñas son básicos en la emergencia y desarrollo del psiquismo. De forma breve, se sugiere que la nueva realidad subjetiva creada por la formación unificada de una conciencia de sí -producto, como hemos dicho, de la estructuración de la propia experiencia respecto al cuerpo sexuado- plantea al sujeto una serie de contradicciones y de conflictos. La integración de esos conflictos en el propio desarrollo supone el arranque de la construcción de la primera identidad completa del sujeto, de su personalidad, sostenida de forma relevante en los componentes simbólicos de la identidad, a los que accede por identificación con expectativas parentales que, una vez internalizadas, se transforman en ‘ideales del yo’ y motivan al sujeto en su desarrollo.

La familia potencia relaciones que favorecen esos procesos intrapsíquicos en los que la pertenencia sexual, la propia identidad sexual y genérica delimitarán esferas personales y sociales de actividad. Los procesos de enculturación y socialización secundarias se van a intensificar con la integración de niñas y niños en microcomunidades como la escuela, que junto a los medios de comunicación, la literatura y el cine, facilitan el aprendizaje de roles y el acceso al imaginario cultural de la sociedad (Badillo, 1998b). Por otro lado, la variedad de normas y valores con que entran en contacto en los diversos contextos cotidianos promueve una relativización de los roles, en contraste con los cuales queda diferenciada la totalidad del yo, y ello fomenta una cierta autonomía moral en los sujetos que les permite comprender las reglas sociales, aun cuando siga siendo fuerte todavía la influencia de los valores parentales internalizados.

Como hemos señalado antes, los procesos identitarios son nucleares en el desarrollo a lo largo de la vida, pero es en la adolescencia cuando tiene lugar una vivencia más aguda de las dificultades ligadas a la búsqueda de identidad. En términos generales, esa búsqueda de identidad adolescente plantea necesariamente una reorganización de la imagen corporal -eje fundamental de la autoestima-, a raíz de los cambios fisiológicos que experimenta el sujeto en la pubertad, y que se unen a una creciente necesidad de des-identificación con respecto a los referentes normativos parentales. La cultura del grupo de pares adquiere una especial relevancia como referente y como fuente eficaz de recursos para enfrentar los problemas evolutivos comunes en esta etapa vital, facilitando el progresivo desarrollo de los sujetos. La identidad sexual y de género siguen presentándose como dispositivos unificadores que, a través de los distintos avatares, permiten hallar un arraigo en la existencia. Como afirma Aguirre (1998), en la línea de lo postulado por Erikson, la tarea principal de la adolescencia es encontrar la identidad en el marco de las exigencias culturales de la propia comunidad, sus criterios y condiciones, por lo que el autoconcepto y la vivencia de lo masculino y lo femenino, así como el aprendizaje de los roles que mejor van a caracterizar al sujeto se construyen desde sus referentes sociales y de grupo.

En general, a través de los procesos identitarios, la unidad simbólica de la persona, generada y mantenida por auto-identificación, se apoya en la pertenencia simbólica a un grupo, es decir, en la posibilidad de asignarse miembro de ese grupo, pero el proceso de individuación y de diferenciación respecto a los otros requiere de los otros su reconocimiento. Además, las nociones de individualidad, masculinidad y feminidad o las figuras del ciclo vital, que llenan de contenido el ser y la existencia, a través de la identidad, no se dan meramente en un plano idealista o sólo en lo imaginario, sino que están estrechamente ligadas a la estructura material de una sociedad y su dinámica interna (Therborn, 1987). Por ello, el hecho de que simbólicamente la pertenencia a un grupo sexual u otro no tenga los mismos efectos sobre el proceso identitario de los sujetos, que muestran distinta facilidad para despegarse del referente del grupo y constituirse como individuos, remite en última instancia al modo en que se organizan en la estructura familiar las funciones básicas, en cuanto contexto inicial de socialización para niños y niñas, y en general, a las posiciones de poder vinculadas a los espacios y representaciones generizadas.

SIGNIFICAR EL CUERPO, CONSTRUIR UNA IMAGEN

El cuerpo es el lugar por el que discurre el trazado de las identificaciones individuales y grupales, una geografía compuesta por las redes de conexión del sujeto y la cultura, en donde se expresan las marcas identitarias. En el proceso de construcción de la imagen corporal se articulan los aspectos relativos al desarrollo psicosexual que, incardinados en la cultura, se configuran a partir de los modelos normativos de género, fruto de las relaciones asimétricas entre los sexos. Los modelos culturales proveen de signos que significan el cuerpo en un sentido definitorio, estético y ético, guiando al sujeto en la apropiación de imágenes ideales que forman parte del repertorio de sus identificaciones. El sistema de valores relativos al cuerpo es transmitido a través del imaginario social por medio de los modelos de género, y se presenta y percibe como un patrón de bienestar y ajuste social.

La toma de conciencia de la posición que ocupa la persona en el mundo, construida en el marco de las interacciones entre el Yo y la realidad, marca la configuración cognitivo-afectiva del sujeto a partir de la construcción de un espacio (interno y externo) en el que el cuerpo es a la vez línea de demarcación, superficie y sujeto. A través de la imagen del cuerpo se construye el espacio personal y la conciencia de la continuidad a través del tiempo. La formación y desarrollo de la imagen supone la percepción del cuerpo como referente único, diferente y propio, al tiempo que semejante a otros cuerpos, aunándose en su configuración, a la vez, como objeto y sujeto, características, funciones y afectos complejos y definitorios.

La relación con el cuerpo, vivida subjetivamente con grados diversos de satisfacción, placer o sufrimiento, está íntimamente ligada a las necesidades de reconocimiento e integración en el mundo, y por ende queda definida por el carácter de las experiencias y significaciones otorgadas en las que se inscribe el desarrollo del sujeto. En la formación de la imagen corporal, necesaria para producir una específica configuración del yo, intervienen diversos agentes de socialización que delinean el significado y la vivencia del desarrollo psico-sexual. Como hemos indicado antes, padres, escuela y medios de comunicación son los transmisores de los valores sociales relativos a ambos sexos, y de la legitimidad de ciertas formas de ser, experiencias y reglas del juego entre los sexos. Estos valores se transmiten como normas explícitas y mandatos parentales, y se instalan en los sujetos de forma progresiva al hilo de su desarrollo psicológico. Su inscripción, que se realiza tempranamente a través de la relación con el cuerpo del bebé y de las expectativas generadas sobre su pertenencia sexual (Luria, 1978), formará parte importante del desarrollo de la autoconciencia como sujetos sexuados, para la que es clave la adquisición de una imagen integrada del cuerpo. A lo largo de las experiencias de relación se incorporan los valores, características y actitudes que van a formar parte de la identidad personal.

IMPERATIVOS DE GÉNERO Y SÍNTOMAS DE LA CULTURA

La construcción de la imagen corporal es deudora de los significados producidos en la interacción social. Las narrativas personales y los discursos sociales se inscriben en el cuerpo dotando de sentido a las funciones y características corporales. Del mismo modo, la significación subjetiva y social de la diferencia sexual se encarna en el cuerpo. La diferencia sexual, focalizada en las funciones reproductivas y los órganos diferenciales, define la naturaleza de los cuerpos sexuados y configura el marco que delimita sus esencias de varón o mujer, situando su ajuste en el cumplimiento de sus destinos naturales. Así, no sólo la naturaleza, sino la apariencia misma adquiere significados en función de los valores y símbolos del grupo. La estética y los cuidados corporales son tanto un medio de auto-reconocimiento y satisfacción para el sujeto, como un factor de reconocimiento social en el que confluyen los ideales del yo y los principios normativos del grupo (Bourdieu, 1979; Jodelet y Ohama, 1982; Maisonneuve, 1981).

La articulación de la dimensión privada y pública en la imagen corporal se pone de manifiesto en la estrecha relación entre su configuración y vivencia y los ideales acerca de lo que se considera un cuerpo sexualmente atractivo. Estos ideales tendrán una importancia decisiva en el modelado de las relaciones entre los sexos, al constituirse modelos de belleza y de atractivo sexual difícilmente alcanzables.

En nuestra cultura, la imagen del cuerpo fomentada por el discurso médico biologicista y tecnológico, la cultura de los medios de comunicación y el consumo, no sólo produce una imagen fragmentada de los sujetos, sino también introduce una lectura genérica de los cuerpos al establecer una diferencia entre valores instrumentales y valores de atractivo, ligados al referente corporal que distingue a varones y mujeres. El ideal estético de mujer contiene tres ingredientes básicos: juventud, delgadez y belleza . Esta combinación revela no sólo el rechazo al cuerpo en transformación y el empeño por borrar las marcas del tiempo que se significan como signos de fealdad, de falta de control y de éxito social, sino también una tendencia uniformadora que trata de hacer desaparecer la individualidad diferenciadora bajo el imperio de un patrón uniforme y rígido de desarrollo. La rigidez y uniformidad de las diferencias básicas en los modelos ideales del atractivo en varones y mujeres se cifra en valores asimétricos como son: fortaleza y potencia frente a juventud y belleza. Como efecto de la asimetría social entre los grupos de sexo (Pastor, 1998) esta diferente valoración estética se transforma en valor ético de deseabilidad social, que polariza la bondad y ajuste ideal para cada sexo, e influye directamente en la elaboración diferencial del auto-reconocimiento y la autoestima del sujeto.

La sociedad tecnológica proporciona figuras modélicas, propuestas de cuerpos virtuales, posibilidades imaginarias de belleza y salud, que traspasan los límites de la temporalidad y finitud, extendiendo la ilusión de poder y control sobre el cuerpo. El cuerpo, modelable bajo la disciplina de las técnicas físicas, las intervenciones quirúrgicas y las dietas, se convierte en una preocupación fundamental, como signo de salud, integración y éxito social, al tiempo que se presenta como un objeto alcanzable a través del consumo y la aceptación de las normas de la apariencia. Al mismo tiempo, la sexualización del consumo, a través de la estética de mostrar el cuerpo (las modas de las transparencias, la exhibición del cuerpo en la moda y su utilización en las metáforas publicitarias, etc.), supone la sumisión al imperativo de hacer visible lo íntimo (Dio Bleichmar, 1997) con la exigencia constante de una exposición permanente del cuerpo a la mirada del otro, a una atención vigilante cuando esa mirada se internaliza y es el cuerpo el que es percibido externamente, como el de una persona extraña. El sometimiento del cuerpo a una evaluación competitiva -con respecto a los pares y en pos de un patrón corporal- suscita un conflicto de seguridad en la persona ante el cumplimiento imposible de la demanda de atractivo normativo.

La presión que ejercen los modelos normativos puede llegar a afectar gravemente a sujetos especialmente sensibles en momentos críticos de su desarrollo, provocando alteraciones de la imagen asociadas a trastornos de las conductas alimentarias. Hay ciertos grupos, profesiones y momentos que presentan un mayor riesgo (adolescentes, mujeres, atletas, modelos, bailarines...), pero el riesgo aumenta cuando confluyen la insatisfacción corporal, determinada por criterios inalcanzables de delgadez y competición, con fuertes niveles de perfeccionismo y exigencia de éxito. Aunque los conflictos de imagen no son un tema exclusivo de las mujeres, sin embargo, éstas se ven afectadas en mayor grado que los varones, ya que los estándares de belleza y delgadez son especialmente rígidos para ellas (Dolan y Gitzinger, 1994; Thompson et al., 1999), condicionándolas al estatuto de feminidad socialmente aceptado. Ante los férreos criterios de definición acerca de su ser mujer, las adolescentes pueden mostrar un mayor rechazo de las transformaciones corporales que las alejan del modelo sexual ideal, intemporal, concentrando su preocupación en las zonas conflictivas de la anatomía que representan los signos del atractivo sexual, viéndose dificultada la construcción de su imagen personal global e integrada.

En una investigación reciente, realizada con adolescentes de ambos sexos (Martínez Benlloch, Pastor y Bonilla, 1999), observamos que los referentes del propio reconocimiento y autovaloración están vinculados a normas genéricas, expresadas, en los varones, en medidas de autocontrol, poder personal, competencia y funcionamiento corporal, mientras que las mujeres vinculan más su autoestima al cuerpo, estando expuestas a una mayor objetualización corporal, manifiesta en preocupación por el peso y el atractivo sexual, además de un extrañamiento del propio cuerpo que equivale a una actitud de vigilancia sobre el aspecto físico. Todo ello sugiere que los referentes de la autoestima se ven afectados por factores culturales de género que inciden en la construcción de la imagen corporal y, por ende, en el desarrollo de trastornos vinculados a esa imagen.

La perspectiva sociocultural de los trastornos de la alimentación arroja luz sobre los efectos perversos de un orden cultural que disminuye las capacidades de decisión y control personal, y bajo cuya dictadura dichos trastornos se transforman en síntomas del malestar que envuelve los intentos de definición del sujeto bajo la presión de prescripciones sociales sobre su masculinidad o su feminidad (Gordon, 1990; Toro, 1996; Turner 1989). Desde este marco, los trastornos de la alimentación podrían ser interpretados como fruto de la intersección de aspectos tales como: la obsesión cultural por la delgadez, convertida en un asunto moral, físico, psicológico y social; el conflicto de los significados que presentan la feminidad y la masculinidad en el momento actual; y el desarrollo psicológico, especialmente crítico, en la adolescencia, ya que este período supone la emergencia de conflictos entre necesidad de identificación y de autonomía, como indicamos al principio del texto. En un contexto decisivo para las identificaciones grupales, la búsqueda y la apropiación de señales identitarias corren parejas con la configuración de límites y la necesidad de control y autonomía personal. La interiorización de los cánones culturales de belleza ocasiona conflictos confirmatorios de difícil resolución, en los que el sujeto se enfrenta con la devolución de su imagen, que confirma o no la deseabilidad y el atractivo, y cuya evaluación forma parte integrante de la autoestima.

En síntesis, la articulación de la imagen corporal en el desarrollo psico-sexual hace que ésta forme parte de la identidad personal -en sus dominios sexual, cultural y social-, y básicamente de la identidad de género, estableciéndose una compleja relación entre el cuerpo, la autoimagen, las prescripciones y los contextos sociales. Al inicio de este trabajo señalamos que la formación de la identidad apela al ser y la existencia de cada persona como individuo. A su vez, los complejos fenómenos que subyacen a los procesos identitarios constituyen la subjetividad; ésta abarca la totalidad de la experiencia personal, producto de la articulación de las cosmogonías, filosofías, valores y normas del sujeto, incardinadas en un cuerpo biológico, junto a las dimensiones ética y sociocultural, que relacionan cultura y experiencia personal, y permiten al sujeto reconocerse como individuo. Así, podemos entender la subjetividad como síntesis bio-psico-socio-cultural del cuerpo vivido; en esa síntesis se imbrican los conocimientos, habilidades y destrezas del sujeto junto con su afectividad y experiencias, dimensiones que, en tanto propiedades de un organismo único, son indistinguibles y constituyen el sí mismo del sujeto, tal como se muestra en su forma de ser, estar y actuar en el mundo (Lagarde, 1998). En la construcción de la diferencia, la cultura otorga valores a la experiencia, que es interpretada a través del filtro de las posiciones ocupadas en las relaciones sociales y la simbología referida a la naturaleza de varones y mujeres. Este proceso de construcción psico-social, en el cual se juega el equilibrio entre la propia diferencia como sujetos sexuados y la semejanza con el otro, constituye el núcleo básico de la específica subjetividad.

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